Es
error muy común, incluso en la crème
brûlée de la intelectualidad, considerar al régimen constitucional que
nació en 1978 como antagónico del franquismo. ¡Por Dios! La contrafigura de la Transición fue la
II República. Franco alumbró un régimen
excepcional de muy difícil supervivencia tras su muerte. El miedo que tenían
los actores de aquella hora era que otro guirigay republicano, utopista y
comecuras, concluyera de nuevo en autocracia. De ahí los pasos que se dieron:
de la ley a la ley.
Y de la
trampa a la trampa. So capa real se metió hasta el mismo rey y, ante la
anuencia de los protegidos más avispados, empezaron a entrar banqueros de caza
mayor, aristócratas a comisión y rubias legitimas, princesas de bote.
El
tinglado se está desmoronando porque las varillas que lo sostenían estaban
hechas de engaños, medias verdades y encubrimientos. Y porque los años no pasan
en balde y los dichos y actos de los protagonistas se van ahuecando, faltos de
la convicción de los primeros días. De la losa de Cuelgamuros hemos pasado la
piedra pómez.
Un
hecho viene a afianzar esta decadencia: la imputación de la infanta Cristina en
el Caso Noós. Ver a una hija del rey haciendo el paseíllo camino del juzgado no
sólo tiene la importancia de lo nunca visto, sino la trascendencia de lo
esclarecedor. Hasta ahora Cristina nada más, y nada menos, había sufrido el
descrédito nacional que nace de la pena
de la televisión en sus dos subgéneros: la pena del Telediario y la pena
del Sálvame. Al decir de los
comentaristas la primera es más relevante que la segunda, pues no es lo mismo
que la noticia la dé un presentador serio y trajeado que un gacetillero
informal y florido. A mí me parece que el Telediario,
que se eleva asépticamente en Informe
Semanal, es al Sálvame lo que los
desnudos, probables y maquillados, de Olvido Hormigos en Interviú a su vídeo municipal y obsceno: caer del hiperrealismo al
realismo mágico; que de pronto al director de informativos se le ocurriera
descender a un Ansón y posarlo entre las tricoteuses
mallorquinas.
A los
príncipes de Asturias les corresponde afianzar, reformando, un régimen que ha
dado a España (y le sigue dando, ojo, no estamos en los sangrantes años 30) la
etapa más próspera de su historia reciente. No les será fácil; la riada amenaza con ascender por el piedemonte. Pero son
ellos los deben liderar la transición del juancarlismo a la monarquía, frente a los republicanos que se gustan
herederos de dos fracasos históricos, Y ofrecernos una familia real digna de ese nombre. Ajena
a toda corrupción y con su poquito de cursilería. Qué más da. No dijo uno que
lo cursi abriga. Algunas veces, hoy mismo, más que la capa de armiño.
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