jueves, 11 de abril de 2013

La capa de Don Juan Carlos

Los teólogos católicos tradicionalistas dicen que los cimientos de la Iglesia comenzaron realmente a tambalearse cuando los herejes, a partir de la Ilustración, en vez de separarse y fundar sus sectas, decidieron quedarse dentro. A la intemperie sólo florecían las hogueras y las espadas. Además, en cuestiones teológicas se estaba hilando tan fino que a la censura pontificia le costaba distinguir entre lo ortodoxo y lo heterodoxo. Y nació el maricomplejinismo eclesial. Esto le pasó también a la monarquía española a finales del siglo pasado: que los republicanos no montaraces prefirieron resguardarse bajo el manto del monarca. Conocían las dos nefastas experiencias republicanas que sufrió España y cuyos procesos de mitificación se encontraban en marcha. A este compadreo, no exento de virtudes, lo llamamos juancarlismo.

Es error muy común, incluso en la crème brûlée de la intelectualidad, considerar al régimen constitucional que nació en 1978 como antagónico del franquismo. ¡Por Dios! La contrafigura de la Transición fue la II República. Franco alumbró un régimen excepcional de muy difícil supervivencia tras su muerte. El miedo que tenían los actores de aquella hora era que otro guirigay republicano, utopista y comecuras, concluyera de nuevo en autocracia. De ahí los pasos que se dieron: de la ley a la ley.

Y de la trampa a la trampa. So capa real se metió hasta el mismo rey y, ante la anuencia de los protegidos más avispados, empezaron a entrar banqueros de caza mayor, aristócratas a comisión y rubias legitimas, princesas de bote.

El tinglado se está desmoronando porque las varillas que lo sostenían estaban hechas de engaños, medias verdades y encubrimientos. Y porque los años no pasan en balde y los dichos y actos de los protagonistas se van ahuecando, faltos de la convicción de los primeros días. De la losa de Cuelgamuros hemos pasado la piedra pómez.

Un hecho viene a afianzar esta decadencia: la imputación de la infanta Cristina en el Caso Noós. Ver a una hija del rey haciendo el paseíllo camino del juzgado no sólo tiene la importancia de lo nunca visto, sino la trascendencia de lo esclarecedor. Hasta ahora Cristina nada más, y nada menos, había sufrido el descrédito nacional que nace de la pena de la televisión en sus dos subgéneros: la pena del Telediario y la pena del Sálvame. Al decir de los comentaristas la primera es más relevante que la segunda, pues no es lo mismo que la noticia la dé un presentador serio y trajeado que un gacetillero informal y florido. A mí me parece que el Telediario, que se eleva asépticamente en Informe Semanal, es al Sálvame lo que los desnudos, probables y maquillados, de Olvido Hormigos en Interviú a su vídeo municipal y obsceno: caer del hiperrealismo al realismo mágico; que de pronto al director de informativos se le ocurriera descender a un Ansón y posarlo entre las tricoteuses mallorquinas.

A los príncipes de Asturias les corresponde afianzar, reformando, un régimen que ha dado a España (y le sigue dando, ojo, no estamos en los sangrantes años 30) la etapa más próspera de su historia reciente. No les será fácil; la riada amenaza con ascender por el piedemonte.  Pero son ellos los deben liderar la transición del juancarlismo a la monarquía, frente a los republicanos que se gustan herederos de dos fracasos históricos, Y ofrecernos una familia real digna de ese nombre. Ajena a toda corrupción y con su poquito de cursilería. Qué más da. No dijo uno que lo cursi abriga. Algunas veces, hoy mismo, más que la capa de armiño.
 

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