miércoles, 20 de febrero de 2013

La noche sublime de los Goya

Cualquier empresario sabe que su éxito se basa en satisfacer al mayor número de consumidores. Sin  embargo, nuestro cine patrio, facción señorío de la gente de la cultura, parece empeñado en alejar con fruición a un número elevado de posibles clientes. La mayoría de los analistas piensan que esto les molesta poco, que lo importante para ellos es hacer piña con los de su ideología, la progre, que protege de las inclemencias del mercado libre y domina los medios culturales. Gobierne quien gobierne. Airadamente protestan actores y actrices (¡A mí, pretorianos!) cuando manda el PP y desaparecen cuando lo hace la izquierda o los nacionalistas, valga la redundancia. La sangría de espectadores se produce porque buena parte de la población se da cuenta de la pantomima. El PP nunca suprime sus privilegios.

Todo esto no lo niego, ni la pulsión suicida que anida en el ser humano, pero me atrevo a lanzar otra teoría que puede ser complementaria. Los actores sufren en la Gala de los Goya una exaltación de su profesión: actores que interpretan a actores. La imagen que se han construido de su oficio. Una manifestación con pancartas de seda y lamé, donde no se lee “queremos” sino “exigimos”. La apoteosis del cobrador del esmoquin con pajarita torcida y peinado casual. El anticapitalismo vestido de capitalismo, el entrismo glamuroso, que no hace ascos a cierta división del trabajo: derechos (González Macho), desahucios (Verdú), sanidad pública (Peña), IVA y amnistía fiscal (Hache), saharauis (Bardem). Prisioneros de las alfombras rojas y el photocall, ellos, ungidos con el prestigio de la mala prensa que antaño tuvo su actividad, tan unida a los humillados y ofendidos, necesitan al menos un día revolucionario, quitarse la costra de la desproletarización y gritar a los cuatro vientos: Aunque nos parezcamos a ellos no somos como ellos y todo lo bueno que pasa en el mundo es gracias a nosotros y a pesar del capitalismo. Somos conscientes. Por eso protestan con sordina por la piratería informática, que realmente sí les hace daño. Al fin y al cabo los piratas son personajes tan románticos como ello. En el fondo los admiran, les gustaría interpretar sus papeles en las catacumbas, lanzar el puñal de Lady Macbeth desde las sombras y que caiga al menos un director general.

Saltan con soltura del pasquín al caviar sin incomodarles la contradicción, la hipocresía o el cinismo. Sólo cuando la incoherencia es tan grande como el hecho de protagonizar una campaña publicitaria de una empresa hipotecaria y en el gran aquelarre despotricar contra ella, se llega hasta el final para borrar todo rastro. Pues si el periodista Santiago González escribió en Lágrimas socialdemócratas que “la hemeroteca es perseverante y de derechas”, la videoteca lo es con una crueldad descarnada.

Cuando se apagan los focos y se recoge la alfombra roja, vuelven a los cócteles, a las urbanizaciones de lujo, a los hospitales privados, sin que se produzca el más mínimo remordimiento. Ha pasado lo que tenía que pasar. El vulgo se enfada, ellos sólo estaban interpretando su papel más trascendental. Sublime.

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